Hablar y comunicarse

Mirar a los ojos de la gente

Hace un rato estaba en la cola de la caja de un hipermercado. Llegó una cajera a la caja vacía colindante y dijo en voz alta: ¡Pasen por aquí, en el mismo orden, por favor! En ese momento, un hombre enorme que estaba detrás de mí con su cesta cargada, se me adelantó y rápidamente colocó su cesta en la cinta.

Barajé afear su conducta. Miré a la cajera por si cumplía su labor y se lo advertía, pero no hizo nada sino comenzar a facturar los productos del maleducado. El individuo, de aspecto simiesco, o al menos así me lo parecía tras este incidente, se colocó al final de la cinta para ir cargando su mercancía.

No corren tiempos de gladiadores ni de trifulcas, así que utilicé mi particular sistema de reproche. Clavé mis ojos en su rostro con gesto severo. Busqué su mirada sin pestañear. Quizá notó mi presión y me devolvió la mirada como intentando averiguar la persistencia de la mía sobre él. Decidí que no bajaría la vista. Además tenía la respuesta por si se atrevía a preguntarme o encararse conmigo. Le diría: «Le miro para ver si entiende una mirada, ya que no entendió las palabras de la cajera sobre el orden a seguir». Bajó la vista, y la volvió a subir. Primero volvió a mirarme de frente, y seguí mirándole intentando adoptar el mejor estilo de Clint Eastwood. Después bajó la vista, y rápidamente me miró de soslayo, pero ahí estaban mis ojos castaños y mis cejas enarcadas. Finalmente bajó la mirada, pagó y se fue. La escena duró unos segundos pero curiosamente parecía haberse desarrollado a cámara lenta. El duelo había terminado y yo había vencido.

No me gusta la confrontación ni dar el espectáculo en la calle o el supermercado, pero no podía dejar pasar impune la mala educación. Lo mejor es que, al salir, al fondo del supermercado estaban las cajas de la consigna y el individuo estaba sacando una bolsa de su interior. Me paré a su altura, a unos dos metros, lo miré de arriba abajo pero me detuve mirando sus zapatos y me tapé la boca como conteniendo la risa. Funcionó, porque volví a mirar atrás y puede verle como se miraba insistentemente los zapatos. No falla el viejo truco.

Sé que es una anécdota trivial y posiblemente insulsa, pero me gusta compartirla porque no solemos percibir el poder de la mirada. La mirada fija y directa, que según nos enseñó la investigadora de los gorilas Dian Fossey, significa una amenaza o reto. Por algo se habla de mirar con buenos ojos, pero también de mal de ojo y por algo nos molesta ser observados. También hay amores a primera vista, pero también hay “primeras vistas” que anuncian hostilidad.

En los países árabes no podía mirarse directamente a los ojos de los emires y jeques, y “Las mil y una noches” nos cuentan casos de osados que miraban a los ojos de la esposa o hija del sultán y perdían los ídem. Hoy día, en Japón el contacto visual es una agresión. En China molesta quien guiña un ojo. Y en las tribus de la isla de Papúa en el siglo pasado, las trifulcas entre ancianos se saldaban enfrentando las miradas y venciendo quién tardaba más en pestañear.

Lo cierto es que en casi todas las culturas mirar directamente a los ojos es una insolencia, cuya gravedad crece con la proximidad física.

Es más, con la tendencia a lo políticamente correcto y tras el destierro de los viejos piropos, quizá en unos años se considere acoso sexual mirar a otra persona -sea del sexo que sea- con atención persistente. Aunque también debo reconocer que con los tiempos que corren, en las calles y cafés, la mayoría de las personas están mirando sus móviles y no levantan la vista, así que está conjurado el riesgo de la mirada directa e invasiva.

Por supuesto, tampoco debemos caer en el vicio contrario de ocultar nuestra mirada tras unas gafas de espejo cuando conversamos (grosería imperdonable).

Seamos conscientes del deber de administrar nuestras miradas por cuestión de educación, pues son un arma de doble filo, pues tanto pueden significar arrobo o complacencia, como hastío o censura. Mirar fijamente no es malo si va acompañado de gestos, sonrisas o movimiento. El problema es la mirada mecánica, impasible y fuera del contexto de una relación previa. Por eso, es un arte aprender a manejar la mirada.

En fin, que hoy día somos libres de mirar adónde nos place en los espacios públicos, pero también de usar el poder de nuestra mirada para comunicar, que tenemos incluso los miopes (o incluso los ciegos… ¿acaso no comunicaba mucho la blanca ceguera del maestro del telefilme Kung-fu, o en la vida real, los ojos perdidos del escritor Jorge Luis Borges?).

3 comentarios

  1. Supongo que, cuando no se pueden decir las cosas, las miradas se cargan de palabras («El secreto de sus ojos» -2009-). Los ojos hablan. Incluso más que la sinhueso. Su forma de emitir miradas les permite transmitir, entre palabras o silencios, toda clase de sensaciones, emociones y sentimientos.

    ¿Sabe usted, querido José Ramón, lo que en realidad, a través del filtro de su escritura, buscamos sus lectores? Llegar a encontrarnos con su mirada…para poder mantener -sin bajar la vista- un diálogo.

    Queremos conversar con esa visión panorámica tan suya que quiere absorber el mundo (la vida, las relaciones, los sentimientos y el Derecho) para convertirlo en retrato y después desvelarlo. Con esa otra terapeútica, curativa y protectora que permite entender y adaptarse a los tiempos que corren, encajarse en los ciclos vitales, mantener la lucidez, no perder la capacidad de ver (lo que se nos oculta y niega) y atenuar el dolor (noramalizando fracasos o dignificando la memoria de los que nos se van, como hizo, hace dos días, con Javier Such). Y también, cómo no, con su mirada cívica, honesta, comprometida y humanitaria que, aún a costa de -a veces- recibir algunas pedradas (como le sucedía al viejo profesor de «la Lengua de las mariposas»), alivia cegueras y sana dioptrías personales y sociales.

    Pero, por encima de todo, lo que sus leyentes queremos es que sus compartidas miradas (y cualesquiera otras que se reserve para los suyos) permanezcan vitales durante muuuuchos años y sigan siempre siendo como sonrisas recien amanecidas: frescas, luminosas, vivaces y humanas.

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