El comer es un placer

Cuando comer sano resulta mentalmente insano

Decía el filósofo Nietzche que lo que se hace por amor está más allá del bien y del mal, y me temo que ese sendero siguen las decisiones sobre lo que comemos.

 En nuestra sociedad opulenta, donde tenemos la fortuna de poder elegir qué comemos, se nos arrebata el placer de decidir.   Tengo la sensación de que, cuando hablamos de comida, nos cambian las reglas del juego.

El cola-cao de la infancia tiene azúcar y ahora no debería tomarse alegremente. Los huevos tan pronto son malos como buenos, según pongas el foco en la yema o en la clara. El vino es malo pero con moderación bueno. El café despierta pero excita. La leche entera es un cañonazo de grasa, la semidesnatada un gatillazo nutritivo y la desnatada no parece leche. Las nueces tiene malas grasas pero utilísima fibra. Lo del aceite bueno requiere un doctorado. Elegir pan es una tortura angustiosa para acertar. Asomarse a las estanterías de chocolates es como buscar pareja en una discoteca: no sabes cual te sentará bien porque sabes que la oferta se ofrece con su mejor maquillaje. Los quesos deberían anunciarse como radioactivos. De licores y postres dulces, ni hablamos. No tomes tantos vegetales porque necesitas proteínas. No tomes tantas proteínas porque necesitas fibra. No tomes carne de vacuno que está hormonada. No tomes carne roja que te invadirá de grasa. No tomes carne de pollo que viene con bacterias dañinas. Poco azúcar, nada de sal, etcétera.

Si intento leer algo sobre nutrición y salud, me siento el último de la clase de bioquímica: antioxidantes, flavonoides, probióticos, ácidos fenólicos, salmonella, etcétera.

Si leo las etiquetas con los ingredientes de los alimentos en el supermercado, me siento como el incauto invitado a una mesa de póker listo para ser desplumado.

 Si decido comer lo adecuado para salvar el planeta, frenando los efectos de la industria alimentaria sobre efecto invernadero, agotamiento de agua dulce y abuso de fertilizantes, me siento como una hormiguita dando un rodeo para no aplastar una hojita de hierba en un parque donde todos pisotean y saltan sin reparo.

Si coincido en un acto social con un fanático de la nutrición, cuando estoy a punto de engullir un apetitoso aperitivo, noto sus ojos de pantera hacia la gacela que se pone a su alcance, y me estropeará tan pequeño placer.

Y si decido ajustarme a una dieta milagrosa, de moda o avalada por médicos, la disciplina dura tan poco que no puede calificarse de disciplina, dadas las excepciones que yo mismo invento, y la falta de penalizaciones que con indulgencia no aplico.

Al final, decido por mí mismo, sobre compañía, restaurante y comida. Y a pasarlo bien, pero sin convertir los excesos en rutina porque entonces ni es divertido ni bueno.

No olvido que no puedo alejarme de mi cuerpo ni cambiarlo como la piel las serpientes, así que debo tratarlo bien. Por eso, me quedo con hacer suficiente ejercicio (hago natación «periódicamente»: una vez al mes, creo),  eliminar o restringir algunos alimentos nocivos antes que me «eliminen» a mí ( la sal y el azúcar, son serios enemigos), y disfrutar de la sana amistad.

Recuerdo la anécdota absolutamente real de mi penúltimo control médico en que su informe concluyente fue que «tiene que bajar peso» (cosa que no era nueva para mí, ni para nadie que no sea miope, sin hacer analítica alguna), pero lo interesante fue que añadió mirándome con seriedad: “Tiene que bajar seis kilos al mes”; no pude evitar replicarle con humor:«¿seis kilos al mes? ¡ En doce meses me volveré invisible! »Entonces me aclaró su error: “Seis kilos al menos, no al mes”.

Lo dicho no quita que deba admitir que soy adicto. Sí, un placer culpable, pero la adicción debe confesarse. Hola, mi nombre es José Ramón y soy un adicto. Cada día tomo mi dosis de pincho de tortilla a media mañana. Con cafetito. Lo sé. Además soy reincidente y no me arrepiento. Lo volveré a hacer, pero si usted me acompaña, no me recrimine este hábito porque puedo volverme agresivo, así que sonría, tome lo que le plazca para acompañarme, y le invitaré como penitencia.

¡ A su salud !!

3 comentarios

  1. En la desternillante comedia «Sopa de Ganso» (1933, de Leo McCarey) se produce este chiflado diálogo. Un interlocutor se dirige a Groucho Marx (Rufus T. Firefly y le interpela: ¿Se da cuenta que nuestro ejército se enfrenta a una derrota? ¿Qué piensa hacer? A lo que éste responde: Ya lo he hecho, ¡me he pasado al otro bando! Entonces, le repregunta, ¿qué hace aquí? Y Groucho responde: ¡Es que aquí la comida es mejor!
    Con esta genial respuesta, que viene a subrayar que la verdadera razón de la existencia está en el paladar, podía acabar el comentario. Pero, aún con la seguridad de empeorarlo, permítanme añadir algo más.

    Los humanos somos seres sensibles, emocionales y con cinco sentidos, no meros animales. Nuestra vida va más allá de la biología. Por eso no solo hay que comer para vivir. También hay que gozar de los placeres de la comida. Y, con su excusa, reunir amigos, familia o pareja con quienes disfrutarla y compartir el manjar impagable de la buena compañía.

    Aprender a escuchar con el estómago o a captar con el olfato la llamada de una buena comida es una de las formas de conocimiento más gratificantes que hay. Cosa distinta es que ese goce culinario deba ser inteligente. A veces frugal. Y que, si se enciende en ámbar o en rojo el semáforo de una analítica descompensada o un exceso de kilos, limitemos razonablemente nuestra libertad alimentaria y nos obliguemos a ser muy selectivos a la hora de pecar. Pero, más allá de eso, ¿cómo se puede vivir sin echar un poco de sal a la vida?

    P.D. Toda la historia humana demuestra que, desde que Eva comió la manzana, la dicha del hombre depende de la comida (Lord Byron).

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