Claves para ser feliz

Ni el dolor ni la edad vencerán a la dulzura

Llevo unos meses en que la experiencia sensorial me ha enseñado el significado de la palabra “achaque” que la Real Academia define como «Enfermedad o afección leve que se padece con frecuencia o de manera habitual, especialmente como consecuencia de la edad».

Cuando pasamos el medio siglo (algunos infortunados incluso antes) comienzan los entremeses de lo que nos espera: un dolorcillo, una molestia al caminar, un problemilla al hablar, una alopecia, malas digestiones, etcétera.

Suelen ser problemas de carrocería, aunque el motor cerebral comienza a mostrarnos que no recuerda todo lo que tenía que recordar.

En mi caso, un golpe accidental en la rodilla izquierda (por cierto, por torpeza y precipitación propias de edad que no tengo, lo que es otra deficiencia) me ha tenido dos meses largos preocupado: problemas para caminar, necesidad de bastón (o paraguas como gran aliado incluso los días de sol), tendencia a caminar depositando el peso en la otra pierna, caminar con bamboleo ridículo para minimizar dolores, y por supuesto, subir o bajar escaleras se convirtió en un calvario.

A muchos les parecerá banal, pero al ver la lentísima recuperación y como el dolor era un Guadiana alevoso, me iba haciendo a la idea de ser más hombre de cabeza y menos hombre de acción, no por mejorar le mente sino por lo que empeoraba mi cuerpo. Además, el enemigo pactó con mi compañero inseparable del dolor en el columna lumbar que me hacía sufrir estando en pie.

Me sorprende cómo los seres humanos nos adaptamos a la adversidad de la edad. Nos pasamos la primera mitad de la vida intentando robustecernos, adelgazar, forjar un cuerpo de titán, y la segunda parte del viaje terrenal intentando mantenernos, no perder agilidad, salud, ni memoria. Pasamos del viaje placentero de la juventud ( tras la discreta la edad madura ocupados en otras cosas mientras la vida pasa), al zafarrancho de combate de la edad avanzada. Pasamos de vivir a sobrevivir. De tomarnos la vida en broma a tomárnosla en serio.

Por supuesto, soy de la generación de infantil confianza en la naturaleza. No tomo medicamentos salvo que sea imprescindible y confío en la capacidad para regenerarse del cuerpo. Un Rambo urbano en eso de la salud. Y así me va.

Afortunadamente a los dos meses y medio he conseguido volver a caminar normalmente y recuperarme, pero el dolor de espalda ha venido para quedarse.

En paralelo, el enemigo invisible cerca a mis amigos. Ayer intervinieron a un gran amigo de una intervención quirúrgica de riesgo medio, y estoy seguro que le preocupaba más el trance por sus cuatro niños; afortunadamente todo salió bien y ha recibido de propina la adrenalina mental para reflexionar sobre el sentido de la vida. Otro amigo común, lleva unos meses debatiéndose en análisis clínicos y pruebas ante un aterrador susto nocturno de pérdida de conciencia; ha sacrificado los placeres de la mesa y aparcado el estrés a cambio de una vida saludable y sin sobresaltos. Mi madre y mis tíos, como tantos otros de edad avanzada, son una bomba de relojería que me recuerdan que pronto correrá el escalafón.

Pero no todo son sobresaltos, pues otro amigo lejano en el espacio pero cercano en el espíritu, cumplió años avanzando en el abrupto sendero de los ochenta y su ejemplo de lucidez mental y bondad me iluminan y regocijan.

El telón de fondo es la pandemia, con su cruel cosecha de vidas, padecimientos y dolores físicos y vitales.

Me recuerda los primeros movimientos de la Quinta sinfonía de Beethoven, con sus cuatro impactantes notas: Ta-ta-ta-taaaa (Sol sol sol mi…), llamada Sinfonía del destino, porque Beethoven explicó que ese arranque es «como el destino llama a tu puerta».

El cruel contexto me deja claro que las penas, en compañía, son menos penas, y la gran razón de Sófocles cuando recomendaba lo maravilloso de percatarse de que

Una palabra nos libera de todo el peso y el dolor de la vida: esa palabra es amor.

Esto me lleva a compartir, porque me resulta realmente impactante, la sabia enseñanza de la mitología de Aurora (la diosa del amanecer) y Titonos (hijo del Rey de Troya). Un relato que hace pensar, mezclando mito, fábula y filosofía de vida. Muy oportuno en tiempos de pandemia y cuando los achaques se anuncian sin posibilidad de opción.

Aurora encontró agonizante a Titonos así que rogó a Zeus que le diese la inmortalidad. El Dios accedió y se la concedió, pero Eros olvidó pedirle además la eterna juventud para su amado, de manera que con el tiempo Titonos fue marchitándose y sin poder morir (encogido, débil, voz rota, etcétera). Un regalo de inmortalidad envenenado. Titonos solo quería volver a los tiempos de pasada juventud en los prados, cantando y saltando, así que Eos se apiadó de su anciano amado y le dijo:

«Volverás a la Tierra, mi Titonos. Hacerte feliz sigue siendo mi mayor deseo. Serás libre, pero no como hombre, ya que no soporto la idea de que tengas que trabajar para comer siendo tan viejo. Vivirás cada estación de la manera más cómoda posible. En verano, serás un saltamontes, seguirás comiendo ambrosía y podrás cantar y bailar todos los días».

La moraleja es que al ser humano no le ha sido dado el tener que durar por siempre, lozano, saludable y sabio, sino que tenemos que adaptarnos. Pero sobre todo, si somos conscientes de que no podemos vencer el paso del tiempo, pues debemos aprovecharlo. Vivir con plenitud.

Es fácil ser optimista cuando se es joven sobre la juventud eterna, pero es difícil no ser realista cuando se está en edad madura o avanzada y las flaquezas físicas y mentales pasan sin avisar. Si el cuerpo se debilita, bien está luchar por mantenerlo y compensarlo con nuevos horizontes de mente y eso que se llama alma, o sea, alimentemos la conciencia de lo que somos, hemos sido, y qué papel queremos jugar en lo que nos queda.

Tampoco deberíamos olvidar que un gran bálsamo frente al paso del tiempo son los recuerdos y si se pueden compartir, mejor. Confieso que cuando algo me duele, limita o molesta, mi mejor amigo es la imaginación: lo más parecido a un vuelo astral o analgésico natural.

En fin, que si lo doloroso llama, hay que potenciar la dulzura y buscar refugios de solazamiento mental. En todo eso estoy.

Así que retomo las últimas palabras de Beethoven antes de fallecer en Viena en 1827: «Aplaudid amigos, la comedia está terminando» .

1 comentario

  1. La vida es un continuo sube y baja. Según Caballero Bonald –el gran poeta, hoy fallecido- entre la frontera de la niñez y el arrabal de senectud se extiende un precipicio que a veces atrae y otras espanta. Cuando se observa el paso constante de los años y se contemplan los huecos que van dejando los padres, los parientes mayores, los profesores de la juventud o los amigos y conocidos, se revisa el curso de la vida y sentimos que nos recorre un escalofrío.

    Sin embargo, el que iguala su pensamiento con la vida y permanece activo a crecer evita que el transcurso del tiempo, con su desgaste natural de entusiasmos, estímulos y pérdidas, se transforme en desgana, desinterés y escepticismo y le impida disfrutar de nuevas ganancias.

    Aunque la vida es un dulce daño. Aunque el tiempo es guerra perdida. Aunque con los años restamos futuro y sumamos pasado. Aunque nos gustan las cosas agradables y los finales felices. Para vivir necesitamos las amargas. Porque, como decía San Agustín, la verdad es dulce y amarga: cuando es dulce, perdona; cuando es amarga, cura. Y la vida, como bien sabemos, tiene siempre el mismo final.

    Mientras tanto, en palabras del ya inmortal poeta, envejecer…alarga la vida. Macerar nuestro corazón con humanidad, espontaneidad y llaneza ayudará a gozarla y, en ocasiones, a poder soportarla.

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