Lecturas y libros

Robar libros

readLeo la noticia de un joven brasileño de 18 años que ha sido detenido en Sao Paulo porque atesoraba en su casa 348 libros robados de las bibliotecas públicas, porque le apasionaba la lectura.

Me encantó la explicación de su hermana: «Es mejor que estar todo el día en la calle, haciendo Dios sabe qué». Eso podría reconducirse a buen alegato de defensa: “mejor leyendo que robando”, y que podemos extender hacia nuestra España como “mejor leyendo que guasapeando” o “mejor leyendo que aturdiéndose» (música electrónica repetitiva, videojuegos infernales o con ingestas repudiables, por ejemplo).

Ciertamente, esa finalidad intelectual es un gran atenuante del hurto, aunque como fiscal le preguntaría la razón de que, una vez saciada su sed cultural, no los devolviese para que otros pudieran leerlos.

La noticia me trajo a la mente tres anécdotas personales en tres etapas de mi vida, curiosamente cada siete años (a los 7, a los 14 y a los 21) y que plantean grandes cuestiones sobre el sentido de la lectura.Paris 1930s (31)

1. Primera. Cuando rondaba los siete años, como niño débil y cuatroojos, muchas veces me asaltó la idea frente a un quiosko que lucía mis tebeos favoritos, de arrancarlo en un despiste del quioskero y llevármelo a mi casa para goce personal. Eran tiempos en que, por la escasez de alternativas culturales, los tebeos eran tan escasos que los propios los leía y releía hasta el desgaste y memorización total.

Esta incipiente carrera de delincuente intelectual se truncó porque opté por algo de menor riesgo: decidí gastarme la moneda (5 pesetas, por entonces) que diariamente me daban mis padres para “medio bocadillo” (Sí, se vendían por medios) en la cantina del Colegio, en tebeos, pero eso sí, ocultando tal desviación de fondos; el truco consistía en acumular la cantidad suficiente para costearme los tebeos y explicar su procedencia como que me los había encontrado en la calle o me los habían regalado. Finalmente fui descubierto en mi artimaña y severamente castigado porque mis padres con buen criterio no querían un hijo desnutrido por mucho que disfrutase con esos endemoniados tebeos.

Captura de pantalla 2017-07-29 a las 10.17.142. También me recordó la noticia brasileña, ya cuando contaba con 14 años, siendo visitante asiduo de la biblioteca pública, el subalterno que vigilaba la sala y con el que había trabado amistad, me contó que un día fue al domicilio de un lector juvenil para reclamar la devolución de dos libros que acumulaban meses de retraso en devolverse, y su madre le invitó a pasar y buscarlos por sí mismo en su habitación (ya que el menor estaba ausente); la sorpresa fue mayúscula al tropezarse con decenas de libros que habían sido hurtados de la biblioteca).

3. Por último, finalizando la licenciatura universitaria visité a un amigo en su casa (al que hacia mucho tiempo que no veía), y cual no sería mi sorpresa al constatar que cinco libros míos sobre ajedrez que le había prestado hacía mas de tres años, y que yo había echado en falta, estaban allí bien colocaditos. Ante mi sorpresa y áspera interjección: ¡Caramba, mis libros! (lo admito, no dije “caramba”), mi amigo sin perder la compostura (ni la caradura, añado) me replicó: “Los tengo yo, porque para guardarlos tú como ya los has leído, pues los guardo yo”.

Dejando aparte estas anécdotas (que ya avancé en Yo también sobreviví a la EGB), el robo de libros es una figura delictiva que ha evolucionado con los tiempos.

OLYMPUS DIGITAL CAMERAEn primer lugar, ha disminuido su gravedad ya que por desgracia el valor de uso de los libros se ha reducido. Tras el invento de Gutenberg, allá por el siglo XV, que acabó con el libro como objeto exótico, se codiciaban estas nuevas criaturas en soporte de origen oriental (papel chino, tinta china y cuentos chinos) y efectos mágicos (permitían enseñar, formar, deleitar y transportar a otros mundos con un simple descifrar de letras y la imaginación).

Pero hoy día se leen pocos y se compran mucho menos (los que pasan de literatura no saben lo que se pierden). La competencia audiovisual ha aplastado al libro. Si la televisión acabó con la radio, internet mató al libro.

En segundo lugar, la delincuencia del robo de libros ha cambiado en forma de operar y en las piezas cobradas. Aunque una estadística sería poco fiable, pocos hurtan libros para leerlos, porque me temo que la gatera para el hurto intelectual literario está también en internet, donde con hábil piratería pueden descargase prácticamente todos los libros imaginables. Cuestión de tiempo y saber buscar (para escarnio y atropello del esfuerzo de los autores).

La paradoja radica en que ese hurto intelectual, quizá en sus inicios propio de la figura delictiva del “hurto famélico” (robar para comer) ha cedido al “hurto por amontonar” ya que tengo algunos conocidos que atesoran bibliotecas digitales enormes repletas de mas libros que la vieja Biblioteca de Alejandría, pero que no los leen. El placer de tenerlos.

Pero déjenme que les cuente algo personal sobre escritores y tendencias. Escribo esto desde un pueblecito de La Bañeza, y por estas fechas el año pasado me encaminé a una alta tarea intelectual. Fui con mi coche a una carbonería para comprar dos sacos de carbón con la finalidad de alimentar una vieja cocina de pueblo. La carbonería estaba en una casa perdida de un pueblo perdido con un carbonero perdido, al que hubo que localizar a través de los vecinos.

Captura de pantalla 2017-07-29 a las 10.13.16En la siguiente escena ya con el amable y talludito carbonero seleccionando el pedido, tuve el gusto y sorpresa de compartir el servicio con el poeta bañezano y Premio Nacional de Literatura, Antonio Colinas, a quien ayudé a cargar los sacos en el maletero de su coche. Por mi profesión judicial, la escena me inspiraba el título de una novela de éxito: «El escritor, el juez y el carbonero” (o bien un ripio realista pero chusco: “El escritor, el juez y el carbonero, luchando para meter los sacos en el maletero”, porque no vean la de matemáticas, física y trucos que hay que saber para colocar dos enormes sacos en un pequeño maletero con sus bultos y esquinas (¡y lo fácil que parece en las películas de cine negro, meter el saco del muerto en el maletero!).

No me presenté ni di muestras de reconocerle por la sencilla razón de que, pese a que amigos míos a quien respeto mucho me han elogiado la figura de Don Antonio (e incluso mi amiga Maite me confesó haberse desmayado de emoción en su presencia), yo no había leído nada suyo, y la verdad, no me parecía noble elogiarle por ser escritor sin haber catado el fruto. Claro que pensándolo bien, tampoco creo que él hubiera leído nada mío (¡ya sé, ya sé, yo soy un aprendiz a su lado, y lo admito! ¡¡es una broma!!). Además su obra poética (donde prima la forma sobre el fondo) provoca emociones en una única dirección, mientras que mi obra jurídica en forma de sentencias (donde prima el fondo sobre la forma) provoca emociones de distinto signo según el lector: alborozo del ganador y queja del perdedor.

Más allá de estas simples chanzas, lo comento para enlazarlo con el caso del ladrón de libros, por la reciente noticia de que el escritor Don Antonio Colonias ha donado su archivo literario, siguiendo con sus anteriores donativos de libros a centros educativos y centros literarios.

Con ello Don Antonio nos brinda un ejemplo de generosidad loable y de paso se cumple una función social, porque nadie tendrá que hurtar libros al estar disponibles para quien lo desee. Ni tampoco tendrá ningún Robin Hood cultural que robar libros a los ricos en cultura para dárselos a los pobres.Ray

Aunque la verdadera cuestión es que hay poca hambre de libros y poca hambre de cultura, recobrando valor las palabras del malogrado Mariano José de Larra: ¿No se lee porque no se escribe o no se escribe porque no se lee?. Hoy día lo prueban esas enormes bibliotecas públicas que tienen la hemeroteca colapsada de jubilados y las salas de lectura como panteones vacíos.

Que nadie se escude en el cómodo «no tengo tiempo para leer» que carece de fuerza exculpatoria. Tal y como dije en su día pronto seremos una secta. Confiemos en no ser perseguidos como en Farenheit 451, la temperatura a que el papel se enciende y arde.

3 comentarios

  1. El 90 % de los libros -y discos- que he prestado los he perdido. Mi ridícula vergüenza en reclamarlos (disimulada, lo reconozco, por una voluntaria aunque inconsciente desmemoria) unida al paso del tiempo (convertido en titulo habilitador para la prescripción de la fechoría y la transformación del generoso préstamo temporal realizado en forzosa donación) los ha convertido en irrecuperables.

    Algo extraño, pero a la inversa, me ha ocurrido cuando he intentado regalar libros a bibliotecas u organismos públicos similares (Vgr. una enciclopedia completa de Espasa) para que otros los disfruten. Me han dicho que no les interesa porque ocupan mucho espacio o ya no están de moda.

    Finalmente, están los establecimientos que compran libros de segunda a céntimo/s y los venden, aunque aparentemente baratos, con un margen de beneficio cien veces superior. Hasta aquí llega la especulación y el abuso.

    Reconozco que las tres situaciones me provocan indignación y malos sentimientos.

    ¿No creen que debiera hacerse una declaración universal de derechos del libro para acabar con ellas?

    Yo creo que sí. Se la debemos. Nos la debemos.

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  2. Te comento lo que a mi me ocurre, que es un poco kafkiano. Asiduo usuario de bibliotecas públicas, hace dos años saqué un libro, el cual tuve la mala fortuna de extraviar. Al ponerlo en conocimiento de la biblioteca, me recomendaron que comprara otro ejemplar del mismo libro y lo restituyera. Lo curioso del caso es que no se puede conseguir ese libro porque está descatalogado y es imposible de encontrar (ni siquiera en Iberlibro). Así que me encuentro en la situación de que no puedo sacar ningún libro, a pesar de haber propuesto un montón de soluciones alternativas. Todo un poco esperpéntico, ya te digo. Saludos y felices vacaciones.

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