Claves para ser feliz

Líbranos de vecinos extraños

He ido al cine a ver “El peor vecino del mundo” (Marc Forster, 2022), película basada en una novela sueca pero con tema universal.

El título atrae porque en alguna fase de nuestra vida siempre nos ha tocado compartir inmueble con ese vecino extraño, enigmático o incluso repelente.

Además, la película resulta deliciosa y edificante.

Primero, porque nos permite la desintoxicación que necesitamos de estar inmersos en pantallas de ordenador, móviles y programas televisivos anodinos pero adictivos.

Segundo, porque nos lleva a un viaje al mundo real. No haré spoiler, pero nos muestra un viaje al mundo de los perdedores, de de las emociones, el equilibrio entre vida privada y vida social, el valor que debe darse a las apariencias, el de las fluctuaciones de las amistades, el hacer el bien sin mirar a quién, etcétera.

Eso sí, hay que estar preparado para esbozar media sonrisa, puntual carcajada y alguna lagrima contenida.

Me encantó esa película porque me regaló el fruto concentrado de muchas experiencias y además mis hijos recibieron una lección de esa montaña rusa o lotería que llamamos vida.

La moraleja que expliqué a mis hijos es que, por muy buenos genes que se tengan de origen y muy buena capacidad física o intelectual, pueden ser potenciados en buenas circunstancias o ser enterrados por ellas. Gran parte de las circunstancias pueden ser manejadas por nosotros, pero una parte mayor se nos imponen o vienen sin avisar.

En fin, para finalizar con una cita simpática contaré una anécdota real que tiene que ver con vecinos extraños.

Cierto día al regresar a casa y abrir el buzón me encontré con un sobre sin remitente ni indicativo del mismo, con una nota en que con letras recortadas de periódico, como las películas de terror, ponía algo así: «Vigile sus niños. No deben alborotar. Necesito silencio».

¡Caramba! Me dije, sintiendo un escalofrío. Una nota anónima con mensaje extraño.

Al día siguiente me tropiezo al vecino que residía dos puertas más allá, de mi planta, a la entrada del ascensor. Un hombre de unos cincuenta y tantos años, solitario, siempre con gesto duro y mirada apagada -aunque no dirigida a los ojos de quien le habla-, boca férreamente cerrada para que no entrasen moscas, y vestido siempre con idéntico anorak gris. Un vecino con el que solo cruzaba saludos.

Directamente le dije:

  • Si querías decirme algo, no hacía falta que me escribieses anónimos.

Me miró tenso, como niño pillado en falta, bajo la vista y musitó:

  • ¿Cómo supo que era yo?
  • ¡Hombre! -Le dije-. Hay cuatro puertas en esta planta. Un piso ocupado por una familia con tres niños, otro vacío, el mío y el tuyo. Además, mi vecino de arriba y el de abajo tienen hijos menores. No hace falta ser un detective. Pero -añadí- te pido disculpas si hacen ruido mis niños, aunque si tienes quejas en otra ocasión, con naturalidad, por favor, me llamas y me lo dices directamente.
  • Vale. Es que el otro día me molestaba mucho. Mucho. -Apretaba los dientes.

Ya en el portal le reiteré: «Tranquilo, que no volverá a suceder». -Al salir a la calle, me retuve levemente para ver si tiraba por la derecha o por la izquierda y así yo pude optar por el camino contrario. Cada uno por su lado.

Lo que no le dije es que, lo que a mí me molestaba realmente, era que cada vez que alguno de mi familia salíamos o entrábamos del ascensor, notábamos que la puerta de su casa, muy próxima, se entreabría un par de dedos y nos sentíamos observados.

Tampoco le dije que me molestaba el olor de su supuesta colonia, tan intenso como repelente, y que me llevaba a hacer un ejercicio tibetano de ralentizar mis pulmones hasta que el ascensor llegaba al rellano.

Y no le dije que era muy libre de hacer lo que quisiera, pero que me extrañó el día que le encontré sentado en un taburete en el pasillo bajo el plafón, respondiendo a mi pregunta sobre qué hacía: «Estoy contando el tiempo que dura encendida la luz una vez que se da al interruptor, para comprobar lo que cuesta, y lo multiplico por todos los plafones de la casa, para hacer un estudio». En esta ocasión, sonreí y le dije “Ah, muy bien, muy bien”. -Y seguí mi camino sin decirle eso tan consabido de: “Mantenme informado”.

Lo cierto es que a los seis meses se mudó, sin despedirse de nadie, y me sentí realmente aliviado. Esté donde esté, tendrá inquieto a los vecinos.

Pienso que vivimos en sociedad, y ya sea en la casa, en el trabajo, en el club o en la cafetería favorita, los extraños acechan. Me temo que, como decía el frontispicio del viejo Hospital manicomio de Zaragoza que: “Ni son todos los que están, ni están todos los que son”.

Es cierto que todos tenemos manías, hábitos, obsesiones, prejuicios y conductas que a los ojos de los demás resultan curiosas o inexplicables. Quizá a los ojos de mi vecino yo era un sujeto ensimismado y trajeado que estaba adiestrando niños para la guerra de guerrillas. Sin embargo, admitiendo la riqueza de personalidades, por citar a Orwell, creo que “Todos somos iguales, pero unos más iguales que otros”.

Así que para sobrevivir en paz, es imprescindible saber estar. Creo en la máxima de “vive tu vida y deja vivir”, pero teniendo en cuenta que para que “te dejen vivir” no debemos bajar la guardia, pues hay un buen puñado de majaderos dispuestos a odiar al vecino como se odian a sí mismos.

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