Claves para ser feliz

Cosas y cerebros fuera de lugar

    Hoy domingo por la mañana tuve ocasión de asomarme a un paisaje espectacular y único: la playa de Las Catedrales, en la frontera de Galicia con Asturias (Aguas Santas, Lugo).

   El sol parecía haberse ocultado discretamente. La arena estaba húmeda pero compacta. Numerosas rocas emergían de la arena con formas majestuosas. La playa estaba cercada: por un lado, el mar agitado pero embravecido y por otro lado, una escarpada ladera de estratos de sólida roca.  Maravilloso: no es de nadie y es de todos, gratis total. El mar siempre igual y siempre diferente. Todo digno de una postal.

En la película Espartaco (kubrick,1960) hay escenas en que los esclavos luchan y algunos lo hacen con zapatillas playeras y reloj. Algo que distorsiona el cuadro. Por eso me resultaba llamativa la tribu correteábamos por la playa. Infinidad de visitantes, la mayoría armados con móviles y casi todos con mascarilla. Parecíamos pingüinos en el desierto. Tuve la sensación de que estábamos fuera de lugar.

 El clímax del absurdo llegó cuando vi un niño que le preguntaba a su padre – lo que deduje con gran perspicacia porque le llamó a gritos “Papáááá”- sobre que eran esas cosas que estaban pegadas a la roca (que manifestamente eran tribus de percebes); el padre se aproximó y le espetó con seriedad: «Son mejillones de tierra. No los toques que pinchan».

No le corregí (sigo el principio de derecho internacional de «no inherencia en asuntos internos»). Pero me hizo pensar muchas cosas.

¿ Mejillones?. Pero…¿ era creíble que alguien que manejaba un móvil no distinguiese un mejillón de un percebe?

¿ Mejillones de tierra? Pero…¿acaso se siembran?

¿ Mejillones que pinchan?… Pero…¿ esos no eran los erizos de mar?

  Pensé que estaba bromeando, pero ni el niño se rió, ni el padre sonrió, y prosiguió su clase de ciencias. Sopesé que a lo mejor no era un disparate, pues quizá era yo el equivocado, y lo que en mi infancia eran «percebes», a lo mejor por lo políticamente correcto o a fuerza de boletín oficial ahora se llamaban «mejillones». Al fin y al cabo, no leo todos los días los boletines y cada día se parecen más a folletines de ciencia-ficción.

También podía tratarse de una ingeniosa greguería, como cuando Ramón Gómez de la Serna nos divertía afirmando que “los mejillones son las almejas de luto”.

  Incluso maliciosamente pensé que ese padre, con esa bárbara opinión, era realmente “un percebe”, aunque esto me llevó a pensar que no debería ser un insulto llamar a alguien “percebe” cuando en los tiempos que corren es admirable mantenerse agarrado a la roca del sentido común y evitar que nos zarandeen las olas ( de las ocurrencias ajenas).

 Con benevolencia, incluso barajé la posibilidad de que fuese un niño preguntón y un padre cansado, pero la descarté porque pude ver como el padre intentaba trepar a una enorme roca, donde un poco más arriba había un letrero que inequívocamente prohibía el acceso ( lo que no le disuadió del intento ni del ejemplo dado a su hijo).

   Me temo que la escena era real y la explicación del padre era la que realmente tenía anclada en el cerebro. No quiero imaginar la explicación que se reservaba aquel padre para las gaviotas (¿buitres, dragones o drones?). Lo mejor era que ese padre llevaba un enorme tatuaje a la espalda que decía “Carpe diem”. Quizá creía que significaba “Día de las Carpas”. 

En fin, la situación me recordó la anécdota chistosa de aquél niño que por primera vez ve el mar y le dice al padre : «Papá, ¡cuánta agua!»”. Y le responde el padre: «Eso no es nada, imagínate la que hay debajo».

 No recuerdo quién decía que la naturaleza era un cuadro pintado por Dios, pero creo que tenía razón porque es un cuadro que cada uno lo interpreta y no todos vemos lo mismo. La playa, como las nubes, nos ofrece un menú de significados para los ojos de los que lo vemos. Al gusto. Y eso es bello.

En fin, sé que la playa no es lugar para leer, escuchar música o solucionar el mundo, sino para dejar suelta la mente en libertad, sintiendo la brisa, los rayos del sol y el vaivén de las olas. Una terapia natural valiosísima. Sin embargo, visto lo visto y oído lo oído, no pude evitar pensar que los seres humanos quizá no nos merecemos esos escenarios del paraíso. Y me incluyo, por supuesto.

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