Claves para ser feliz

Me lo dijo la anciana más vieja y silenciosa del mundo

Estuve el pasado miércoles en Madrid con una chica. No de fist date, sino de last date. Delgada, escuálida, encorvada, callada, y un poco cabezona. Pero me dedicó todo el tiempo que le pedí y sin rechistar. Se llama Lucy y tiene unos tres millones de años.

Pude verla en el Museo Arqueológico Nacional, en Madrid. Realmente se trata de una reconstrucción de su esqueleto con las partes que se encontraron.

Impresiona.

Merece la pena conocer algunas claves que llevan a la reflexión.

Lucy fue encontrada por los antropólogos en Hadar (Etiopía) en 1974. En un barranco hallaron el hueso del antebrazo, luego el occipital, algunas costillas, la pelvis y la mandíbula inferior, y así hasta alcanzar el cuarenta por ciento del esqueleto del mismo homínido.

El nombre asignado de “Lucy” fue por las bromas de la noche en que los investigadores festejaban el hallazgo pues sonaba la canción de los Beatles “Lucy in the Sky With Diamonds”, así que todos acabaron refiriéndose a ella como Lucy.

Se sabe que era un homínido porque por la disposición de la pelvis, curvatura espinal de vértebras y otros huesos, caminaba erguido. Y lo más llamativo, con un cerebro pequeño, lo que separa la clásica creencia de que la inteligencia va unida a caminar como un bípedo. Es anterior al Homo sapiens y al Homo Habilis.

Se sabe que era una mujer, por el menor tamaño respecto de los machos grandes encontrados en otras partes de África.

Se sabe que era adulta, pero no anciana, por contar con las muelas del juicio y huesos fusionados completamente, aunque desgastados.

No se sabe la causa de la muerte, aunque se descartan ataques animales pues no tiene señales de masticación o que hayan roído los huesos.

La «verdadera» Lucy se almacena en una caja fuerte especialmente construida en los Laboratorios de Paleoantropología del Museo Nacional de Etiopía en Addis Abeba, Etiopía. La reconstrucción fiel ofrece 1,1 metros de altura y peso de 27 kilogramos.

Cuando examino estos casos únicos no puedo dejar de hacerme preguntas. Lo bueno de ir solo a un Museo es disfrutar de la lentitud y libertad de reflexión. Me pregunto si el individuo sería representativo de la especie, pues me imagino que especularían sobre el homínido del siglo XXI, si dentro de tres millones de años se encuentran únicamente los huesos de un luchador de sumo.

También me pregunto si cuando los antropólogos “arman el rompecabezas incompleto» con los huesecillos encontrados, si no pueden cometer errores por reconstruirlo con la idea preconcebida de un ser humano, y no de un simio o similar.

O me planteo si hablaba o como se comunicaba, y la razón de que, si era un ser social, por qué no hay otros restos próximos.

Y como no, me planteo como encaja este hallazgo no despacha de una vez las polémicas de los creacionistas que sostienen la versión bíblica literal de la creación divina del mundo y del ser humano hace menos de cuatro mil años .

En el plano personal, constatar ese hallazgo me hace sentirme pequeño. En el tiempo y en el espacio. En el tiempo, porque soy una de las últimas versiones de aquél prototipo y no sé si mayor complejidad supone mayor felicidad. En el espacio, porque no deja de ser una cura de humildad para el poderoso hombre occidental que la cuna de la humanidad fuese en la siempre menoscabada África. Creo que esta visita es una buena cura de humildad para todos.

Así que ahí estaba yo. Cara a cara con mi pariente más lejano. Nos separaban unas cien mil generaciones (o más). Deberíamos agradecer estar donde estamos al hecho de que, en cada eslabón nuestro antepasado se comportó en todas y cada una de las circunstancias como lo hizo, porque cualquier ínfima variación determinaría que no estuviese el observador hoy y aquí. Y deberíamos agradecer a la ciencia que nos lo hayan enseñado y agradecer que existan museos o instituciones que nos enseñan (el mejor agradecimiento es visitarlos y poner en uso las neuronas).

Quizá la propia Lucy, protegida por la urna, es la que nos examina a los humanos del siglo XXI. Y nos seguirá examinando desde el museo en nuestra evolución. ¡Lo que habrá pasado delante de ella!. Tras mirarnos fijamente, en una suerte de telepatía, creo que me dijo: “Algún día alguien te verá como tú me ves. Sé agradecido, sé prudente, sé curioso y sé tú mismo”.

Salí de la visita. Tomé el metro madrileño y ahí estábamos todos sus descendientes. Apiñados, mirando el móvil, gesto frío, compartiendo olores y cada uno a lo suyo, con mucha rapidez para hacer algo que posiblemente no es importante.

Me pregunto si la tatarabuelita Lucy estaría orgullosa de sus descendientes.

1 comentario

  1. Regresando del pasado remoto al convulso presente, quizás sea también la urna, pero no la que escuda a la ancestral Lucy sino la de los votos, junto con las manifestaciones públicas -críticas, lúcidas y concienciadoras- de nuestro escasos referentes independientes (https://delajusticia.com/2022/12/15/quien-me-ha-robado-mi-queso-de-la-ilusion-por-el-estado-de-derecho/) y el ejercicio diario de ciudadania, lo único que pueda protegernos y sanarnos de esta infame presión selectiva que ejerce la peor política (tan manipuladora, tramposa y excluyente, como destructiva, bandista e intransigente) y amenaza con acabar con nuestra especie de ciudadanos (libres, democráticos, dignos y humanos) y pacífica convivencia.

    La famosa antropóloga -y poetisa- Margaret Mead, ante la pregunta de cuál consideraba que fue el primer signo de civilización de la humanidad, respondió: «un fémur fracturado y sanado». Porque “en la vida salvaje, un fémur nunca sana, solo puede hacerlo si alguien se preocupa de cuidar al herido».

    Ni el fuego, ni las armas, ni la fuerza bruta (de la mayoría o minoría). Solo la inteligencia emocional, caritativa y humana. Solo el mirar por el otro y apoyarle cuando lo necesita. Solo el curar y el rehabilitar para volver a andar, avanzar y ¡mejorar!

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