Claves para ser feliz

El humor como música del dolor

Cuando acudimos a un funeral solemos salir convencidos del tópico de que “es ley de vida”, “no somos nada”, “hay que disfrutar la vida”, etcétera.

Pesaroso, aunque con menor intensidad, es el sentimiento que nos invade tras visitar un centro hospitalario, pues nos sentimos aliviados de poder salir del mismo y lamentamos dejar allí a nuestros allegados o amigos.

Pues bien, tuve que pernoctar dos noches en un centro hospitalario asturiano para acompañar a un ser querido, y aunque esta presencia es como la del airbag de un coche (mejor no necesitarlo), debo decir que es una experiencia que hace pensar.

Aunque he tenido la fortuna de no haber sido jamás paciente hospitalario (lo único que tengo en común con Supermán) también he sufrido la desgracia de haber tenido familiares que lo fueron sin poder regresar a su hogar, por lo que esta simple experiencia de acompañante del dolor me hace pensar. No en vano, los hospitales hacen aflorar el lado blandengue de mi personalidad, algo que comparte mis visitas al dentista, el peluquero, a la ITV o a Hacienda.

Nada que objetar al servicio clínico, pues todos fueron excelentes profesionales y el desenlace para mi allegado fue saludable, pero me apetece compartir con tono positivo e incluso de humor la visión de mi estancia, pues como afirmaba el célebre médico canadiense Sir William Osler “la risa es la música de la vida”.

Tras cumplimentar los formularios y reservas a título de acompañante, como si fuere un motel de carretera, me adentré en mi particular Hotel California, donde me aguardaba la confortable habitación que, por mucho maquillaje de limpieza y modernidad, mostraba ese triste blanco que recuerda las mortajas. Las habitaciones de hospital huelen a ausencia, a estancia provisional, a inquietud y lágrima derramada. No faltaba un coqueto televisor ni un conjunto de geles y peines que los pacientes se llevan cuando les dan el alta confiando en que no les den el alto.

Tenía su encanto el sillón de visitantes, que por sus palancas, herrajes y plásticos, parecía una silla eléctrica usada. Incluso la percha del gotero con imaginación podría parecer mobiliario de vanguardia.

Más deprimente resultaba la comida para el paciente, pues para el visitante siempre están cerca los restos: la bandejita, el plastiquito, el recipiente de las pastillas… Recuerda a la comida que ofrecen en los aviones pero aquí con más espacio para estirar las piernas. Y cómo no, algo curioso, el horario bengalí de comida y cena pues, las horas españolas se ven avanzadas sensiblemente, como si a las ocho de la tarde fuese toque de queda y todos a dormir.

Además la habitación parecía dedicarse a Jornada de Puertas abiertas, por el trasiego de enfermeras, celadores, cuidadores, auxiliares, que entraban y salían: traer el periódico, controlar el gotero, medir la temperatura, sacar los líquidos, traer y retirar la comida, cambiar toallas, aplicar calmantes, aplicar para rebajar los calmantes, retirar calmantes y anticalmantes… Poco más y el camarote de los hermanos Marx resultaría más holgado. Lo curioso es que para quienes estamos allí encerrados es incómodo el trajín de personas pero si no entran, se les echa de menos.

Me resultaba curiosa la cama reservada para el acompañante, de esas abatibles que están pegadas a la pared, como si fuesen de incógnito, y que recuerdan los dibujos animados en que la pantera rosa sufría el aplastamiento ante el recogimiento súbito del lecho. Lo del colchón tiene canto, o mejor, no tiene encanto, porque parece diseñado para curtidos faquires. Tras dos noches, llegué a la conclusión de que estas camas están diseñadas para que nadie se acomode y no permanezca mucho tiempo, aunque debo reconocer que me ha facilitado conocer músculos y huesos que no sabía de su existencia hasta el dolor provocado por tanta dureza y cambio de posición en el colchón.

Por otro lado, la noche cobra vida, ya que en las brumas de mis discontinuos sueños me parecía escuchar gritos, no de los pacientes, sino de algunas enfermeras que comentaban sus problemas laborales, o incluso algo de unas tijeras perdidas (que yo confiaba no estuviesen olvidadas en mi paciente). Conforme se aproximaba el amanecer, se producían algunos sonidos no identificados pero inquietantes: un chirrido, una puerta que se abre, unas rodaduras de carrito, timbrazos de llamada que parecen eternos, etcétera. Confieso que al final me entretenía adivinar la procedencia.

Tampoco era fácil conciliar el sueño pensando que en esa misma habitación o en las cercanas había personas sufriendo, con dolores, ansiedad, cicatrices, fiebre, incontinencia, quien sabe… Es una sensación como los vaqueros del oeste cuando intentaban dormir en torno a una fogata y no sabían si de la noche vendrían indios, lobos o serpientes. Hacen falta altas dosis de concentración budista para no percatarse de que acecha el dolor y la muerte en la proximidad.

Algo bueno tenía no dormir, no fuese que me confundiesen en mitad de la noche con algún paciente bajo urgencia médica, y me quitasen algunos kilos de órgano equivocado con cirugía equivocada.

Pero en fin, lo mejor de todo, y ahora les contaré un secreto en confianza, aunque crudamente real, y es que cuando intenté acudir al hospital para pernoctar la segunda sesión, al filo de la medianoche, ya estaba cerrado el reciento hospitalario y me recordaba un campo de concentración pero sin vigilantes. Ni guardas de seguridad, ni conserjes, ni celadores. Nada. Silencio y luces apagadas en el vestíbulo.

Comprendí que ya no era hora de visitas y tampoco era ocasión de comportarse como Pedro Picapiedra y aporrear la puerta, por respeto a los pacientes, así que acudí por la puerta de “Urgencias”, pues al fin y al cabo, para mí era urgente pernoctar junto a mi doliente ser querido. Silencio total y todo cerrado, pero por la puerta de salida un empleado del turno de noche salió a fumar, así que “me colé en la fiesta” y fui atravesando estancias desiertas calmosamente y con aspecto seguro, por si alguna cámara me estaba grabando ya que no había nadie en tanta dependencia y laboratorio.

Tras recorrer lo que me parecieron kilómetros, seguramente por ir en círculos, logré alcanzar el vestíbulo del hospital desde el interior, y no atisbé absolutamente a nadie a mi alrededor, así que subí a la planta de hospitalización, donde eso sí, dos auxiliares o enfermeras, aguardaban bajo una luz blanca mirando unos papeles. Con aspecto seguro y bien alimentado, armado con una leve sonrisa, espeté las buenas noches y llegué a la habitación 206 como quien llega a la casilla segura del juego de la Oca.

Toda una peripecia. No puedo dejar de imaginarme al día siguiente a un vigilante visionando un individuo trajeado y con mascarilla que a media noche patrullea por el hospital y que puedo desvelarles que no era ningún fantasma de paciente malogrado. Todo salió bien así que he descartado someterme a cirugía plástica y huir a Brasil.

En fin, que hay personas que buscan emociones en el Himalaya o buceando en el mar del Norte. Yo opto por acompañar a los hospitales.

Y no se diga que el humor no debe imperar en los hospitales. Como me dice un amigo médico, “si no usáramos el humor en situaciones difíciles, lloraríamos y perderíamos la necesaria serenidad”.

Colorín, colorado, este cuento real se ha acabado.

2 comentarios

  1. Con este nuevo capítulo de su magna obra «Historias normales de un hombre corriente» se ha superado. Su inhóspita travesía hospitalaria, iniciada con la siempre impertinente burocracia (de formularios telaraña repletos de trampas), seguida con la sempiterna mendacidad oficial (de servicios y habitaciones burdamente disfrazados de una apariencia de lo que dicen ser pero ni de muy lejos son) y concluida con el desembarco en la triste realidad (de profesionales desencantados -en general buenos- limitados en su capacidad de hacer; de un ambiente regido por incertidumbre, incomodidad, mala comida y desasosiego; y de un régimen interior de vida cuasi cuartelario;), resulta todo un deleite, gracias a que su narración -de águila sabia- se encuentra anestesiada con la ironía y el humor.

    Sillones de visitantes que sirven para escoger entre la salud (no sentarnos) la enfermedad (acabar con la espalda doblada y pasar de visitantes a visitados) o la huída (volver otro día). Camas trampa que, para que no puedas escaquearte ni por un momento de tu obligación de cuidar al enfermo (compromiso expresamente reseñado -aunque de forma ilegible- en la letra pequeña de los formularios firmados), tan pronto te golpean (con muelles ingobernables) como cobran vida propia (encogiéndose como contorsionistas) y te enguyen. Tráfico intenso, ajetreo interminable de labores y caos sin fin en pasillos y habitaciones. Etc. Y, finalmente, a media noche, llega lo bueno. En realidad, lo tétrico (aunque contado con humor negro). Como de si del cuento de Andersen se tratase, la falsa carroza se convierte en calabaza y los corceles que la arrastran en vulgares ratones. No queda nada: ni personal, ni atención, ni vigilancia. Solo silencio, oscuridad desatada y vacío. Solo nosotros, los enfermos y sus acompañantes, transformados en cenicientas vulnerables, con miedo, con mucho miedo. Afortunadamente, sale la luz del día y con el alta en la mano, acaba la pesadilla. Yo, ya me cuido. Y, si puedo, no vuelvo.

    P.D. Esta manía de trasladar el buenismo al lenguaje de lo políticamente correcto para camuflar o desfigurar la realidad, resulta por momentos insoportable. Esta semana, Sebas Lorente, un abogado que lleva en una silla de ruedas desde los veinte años, con finísimo humor nos daba una lección práctica al respecto:

    «Primero me quedé paralítico. Luego mejoré y pasé a minusválido. Con el tiempo ya solo fuí un discapacitado. Más adelante una persona con movilidad reducida. Después evolucioné a la diversidad funcional. Ahora tengo capacidades diferentes. No, si aún volveré a andar…».

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